Nosotros, los tetitas
No sabemos en que cueva ocurrió, nadie recuerda su nombre ni situación aunque aparezca siempre en nuestros sueños, cuando las humanos dejaron de gorjear y silbar como las aves y comenzamos a hablar, pero si tenemos estos recuerdos fiables en palabras claras que nosotras, las abuelas, os conminamos a repetir con nosotras.
Fue la niebla, la niebla con olor a huevos podridos, la que se llevó a los hombres. Fue la niebla la que se llevó el viejo mundo, la antigua humanidad, y dio nacimiento al nuestro. Tan grande fue la mortandad que pareció fallecer el propio cielo; pero la madre tierra aún tenía fuerzas ocultas y pudo proteger y alimentar a las Madres Primordiales, las Procreadoras, con las preciosas setas y los vegetales que crecían en la inmensa cueva.
Cuando la niebla desapareció y el cielo azul volvió tan solo quedaban vivas unas pocas, unas pocas humanas que vivían en la gran cueva y somos nosotras, las que tenemos el poder de los corales y las piedras de colores, sus hijas, sus herederas, las que guardamos el recuerdo imborrable de las primeras nuevas madres y su sufrimiento extremo.
No había ya hombres. Se fueron de caza al gran valle y no volvieron, tan solo quedo su recuerdo. Y el dolor del hambre. Y el deseo de ser madre. Ya no había hombres. ¿Quién podría ser entonces madre? Durante veinte lunas lloraron y clamaron al cielo las humanas, asustadas, aterrorizadas, perseguidas por las hienas; refugiándose en el fondo de la gran cueva. Pero el cielo, apiadándose del dolor de las humanas, envió el alimento luminoso que las volvió fértiles, fértiles madres, y poderosas.
Una tras otra las Madres, las Madres Primordiales, fueron quedándose embarazadas por vez primera, y segunda, y tercera, y verano tras verano la tribu de las humanas fue creciendo de nuevo y haciéndose numerosa. Numerosa y poderosa era de nuevo nuestra tribu; la hiena ya no reía ahora tras habernos arrebatado algún retoño, los perros huían tras sentir la primera pedrada certera. Éramos rápidas, rápidas y resistentes, ágiles, implacables en la caza, pacientes en la pesca, previsoras esperando los frutos de la naturaleza.
La tribu humana volvía de nuevo a caminar con la cabeza erguida por los valles y montañas de la tierra renovada. ¡Sí! Somos poderosas, las reinas, las señoras de los campos y las bestias. Y nuestra prole fue creciendo de generación en generación, multiplicándose incesantemente. Somos nosotras las que guardamos la memoria del mundo, somos nosotras las guardianas de la palabra, nosotras relatamos verazmente los hechos tal y como sucedieron.
− ¡Abuela! ¡Abuela! ¿Y entonces? ¿Qué somos nosotros, los tetitas?
− Un error, hijo, un inmenso error nuestro. Y un dolor que no os cuento.
No supimos, no lo conseguimos, no hubo manera, en algún rincón de la cueva de nuestros sueños quedaba escondido el recuerdo de los hombres, los hombres cubiertos de vello y amplio pecho, y lo que hacíamos cada noche con ellos. Y fue tan fuerte nuestro deseo que…
− ¿Qué? ¿Qué pasó, abuelita?
− Que entonces comenzasteis a nacer también vosotros, los tetitas. ¿Qué falta nos hacíais?
−No te enfades con nosotros, abuelita, no quiero verte nunca enfadada, ¿por qué dices eso?
−Porque cuando vosotros nacisteis se nos retiró el alimento luminoso y ahora tenemos que vivir a oscuras y cuidando de vosotros.
Quisimos volver a tener hombres, nosotras, las idiotas, la venteaba generación desde las Madres Primordiales, debimos empezar a degenerar; no supimos ya sujetar nuestros deseos, y perdimos el don del cielo y la luz interior.
Quisimos tener un hombre a nuestro lado, y ahora nuestras hijas y las hijas de nuestras hijas tendrán que cuidar de vosotros, tetitas. Carne de mi carne, sangre de mi sangre, os tenemos que querer aunque nos seáis más que una mujer a medio hacer y el sueño de un hombre en la noche oscura.
A ver de qué sois capaces cuando empecéis a crecer.
Este es un cuento que publiqué en el año 2.014 en mi libro Milagro en Benarés y otros cuentos prodigiosos. Lo puede adquirir pinchando en el enlace.
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