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El Entierro de Genarín mi versión


El Entierro de Genarín, mi versión.


¿Hola amigos? ¿Ya le estamos dando a las limonadas? No pasarse.

Hoy os hablaré del Entierro de Genarín, en la confianza de que los jenízaros que hacen la “procesión” este año tampoco le prendan fuego al barrio. O al menos que salvemos los muebles.

Lo que son las cosas y como menguan o crecen según el albur de algún ángel seráfico.

Les paso mi versión de este asunto: recuerdo que una noche de Jueves Santo, a finales de los años 70, estábamos tomando algo en El Cafetín, cerca de la catedral, un grupo de montañeros y espeleólogos, serían las doce de la noche o por ahí.

Bien, en algún momento entró el señor Pérez Herrero, que vivía en el piso de arriba, para pedir adeptos a su causa. Apenas nombrarlo: al Santo Pellejero, toda la tropa jipiosa y melenuda nos fuimos tras él hasta el Caño Badillo.

Tras escuchar unos poemas satíricos y desastrosos, de una gente con capa, marchamos en orden penitencial tras un carro cargado con botellas de orujo berciano y un gran altavoz.

Del carro tiraba un borrico y del borrico un gitano. Me parece que era del Puente Castro.



Penitenciando fuimos haciendo paradas para soltar unas coplas y echar unos tragos hasta el lugar del deceso genariano; en aquel lugar de la carretera de Los Cubos donde sucedió que Genaro fue finiquitado por el carro de la basura (le pilló con los pantalones bajados)

Los basureros siempre conducen a lo loco, cosa ya sabida desde los tiempos de los romanos.

En fin, que íbamos haciendo paradas y libaciones de su licor preferido hasta que llegamos al Cubo que marca la tradición.

Entonces un montañero de la tropa, Yuma le decíamos, subió hasta un agujero en la muralla y dejó allí una ofrenda ¡y sin encordarse ni nada!

Debía de ser el único de la peña que a esas horas aún era capaz de mantenerse derecho sobre las dos piernas.

Si afirmase que seríamos más de 30 personas me parecería que estaría exagerando.

Terminado el ritual una encantadora chica asturiana me acompañó hasta cerca de casa.

Me iba contando que había marchado a La India para el rollo espiritual, el yoga y bla, bla, bla, pero que se había vuelto de allí un poco desencantada; que si no progresaba, que si no le subía la Kundalini (¿o no le bajaba? No estaba yo muy católico a esas horas) Pero que después de esta experiencia leonesa igual se volvía al Asram la semana próxima.

Pues nada, le di recuerdos para el Sai Baba, o con el que estuviera y conseguí llegar a casa. Yo estaba más por estudiar el Kamasutra o cosa similar, pero eso son cosas de la edad.

Y eso es lo que recuerdo de aquel día.

En fin, que este año también habrá Entierro de Genarín y les deseo a los jenízaros procesionantes mis mejores deseos, pero que no quemen coches o contenedores de la basura y cosas de esas.


Hasta la próxima, amigos.



Papones y peluqueras


Papones y peluqueras


Hola amigos. ¿Qué tal andamos?

Se acercan unas fechas muy especiales, La Semana Santa, y todos los años me encuentro con turistas que me hacen la misma pregunta: ¿porqué los penitentes de esta ciudad, León, van siempre con la cabeza cubierta por un capuchón?

Bien, intentaré dar una contestación que sirva para los de aquí y los de Valparaiso, Chile.

Fue algo que me ocurrió, hace unos años, en la ciudad de Santander. Llevaba días andando El Camino de Santiago por la Costa y decidí dejarlo allí y volver a casa. Busqué un hotelito donde asearme, ducharme, afeitarme, bien, pero... ¡tenía unas greñas!

Buscar una peluquería deprisa y corriendo antes de que cerraran. Encontré una “academia”, llena de mujeres con sus niños y pregunté al “master”. Sí, tendría que esperar mi turno pero me arreglarían la cabeza.

Después de media hora angustiosa ya me había hecho fiel seguidor del rey Herodes.

Pero todo le llega al que sabe esperar; finalmente quedó una silla libre y me invitaron a sentarme, ¡bien! Al fin.

De mis largos cabellos se ocupó la chica que barría los pelos del local. Claro, al ser varón no iba a ser el “master” quien se ocupara de mi persona.

¿Cortar la cabeza?

No, solo reperfilar mi cabellera.

No sé qué entendió la sardinera pero el caso es que me dejaría hecho unos zorros.

Yo adopté de entrada una actitud estólida, casi de monje zen.



No tenía ni pajolera idea la muchacha de cómo usar las tijeras y el peine. Tras muchos pinchazos y tirones de pelo se dio por satisfecha. El “master” se acercó para recortarme las patillas y ala, a pasar por caja.

Salí totalmente perdida la cabeza de aquel local y no era capaz de orientarme. Menos mal que un policía municipal se apiadó de mi estado calamitoso y me indicó hacia mi restaurante favorito.

Llegué llorando, como les cuento, al mesón Los Arcos pero la camarera enseguida se hizo cargo de mi penitente persona. Incluso me ofreció una gorra para la cabeza, ¡sí!.

No gracias, me aguantaré el mal trago.

Era una gorra del Racing de Santander y yo soy de La Cultu.

No quería yo tocar fondo aquella noche y con la pitanza me recompuse un poco.



De camino al hotel paré en un local a tomar un algo, un chis-pum. Había un grupo de turistas inglesas, (o eran de Casiopea) no recuerdo, el caso es que les caí en gracia con mi aspecto, y a un trago le siguió otro y otro, y así hasta la melopea. Estábamos en la calle Calderón de la Barca, y como la vida es sueño...

Me acompañaron hasta la puerta del hotel (y no recuerdo si incluso me acostaron)

Al día siguiente busqué transporte para León, y no me quité la capucha del chubasquero hasta llegar a casa.

Así que ya sabe usted el porqué los papones de León van con la cabeza cubierta: para que no se vea el destrozo que les habrán hecho las peluqueras.



Hasta la próxima, amigos. Y no os paséis tomando limonadas.


Intangible

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