Oremus
Breve introducción a los orígenes del
Cristianismo, a mi manera.
Erase una vez en Palestina un chico
prodigioso que vivía en una aldea de Galilea. Un semita auténtico,
hebreo de pura raza, que ya despuntaba por su sabiduría a tierna
edad. Y además cantaba muy bien, con voz angelical.
El joven, ya casado, fue ganando fama
y aprecio general mas allá de Galilea; así pues realizaba giras por
los reinos de los hijos del rey Herodes e incluso la cercana tierra
de los Nabateos. Con los años iría incluso a El Líbano y la ciudad
de Damasco. En todas partes solía ser bien recibido y el número de
sus seguidores no paraba de crecer; además del arameo hablaba a la
perfección el griego común, el koiné.
Encantaba a las gentes por su
presencia, siempre bien vestido, a la manera helénica, y por su modo
de proceder. Llamaba a las gentes a salir fuera del pueblo o villa y
que formaran un círculo, sentados y confiados. El joven Josuá
primero cantaba maravillosamente algunos salmos y después les
relataba sus Parábolas o algún discurso.
Hasta nosotros de todos ellos tan solo
ha llegado el denominado Sermón de la Montaña.
Sus seguidores, llamados Los Nazarenos,
se fueron multiplicando por el Imperio Romano e incluso comenzaron a
proliferar en la ciudad de Roma en tiempos del emperador Claudio. Tan
famosos eran con su novedoso mensaje espiritual y pacifismo extremo
que cuando ardió Roma el emperador Nerón les echó la culpa, y
ordenó su asesinato en masa.
Un terrible genocidio.
Algunos Nazarenos consiguieron huir al
norte, desde Siria hacia Armenia, y otros desde Egipto al sur hasta
Etiopía.
¿Era el fin de Josuá y sus Nazarenos?
Casi, casi...
Pues a mayores, pocos años después,
sucedió la gran revuelta judía y la destrucción de Jerusalem
ordenada por el emperador Tito. Un nuevo genocidio y miles de hebreos
huyendo del Imperio Romano, y, cosa curiosa, terminaron buscando
refugio entre los Nazarenos supervivientes.
Hubo otras dos rebeliones judías y
nuevas diásporas años más tarde.
Con el tiempo y entre estos judíos mas
o menos errantes aparece una literatura muy especial, en griego
koiné, y un personaje principal: el rabino predicador.
Al no tener sinagoga propia va de
pueblo en pueblo predicando la Fe en el Altísimo acompañado
por dos amigos: Judas el celoso de la Ley de Moisés y Andrés el
viejo pescador y depositario de las más puras tradiciones de los
Israelitas. Con los años les fueron sumando más y más personajes y
aventuras en nuevos escritos.
Son conocidos estos textos como
Evangelios Apócrifos; apenas se conservan unos pocos papiros y
referencias cruzadas de autores como Orígenes de Alejandría.
Bien, este movimiento fue haciendose
mas y mas popular pasando a llamar Cristo, El Iluminado, al
predicador y Cristianos a sus seguidores.
Y llegamos a los tiempos del emperador
Constacio Cloro. Los cristianos ya están por todas partes incluyendo
Britania, y su capital Londinium (hoy Londres)
Su sucesor Constantino I firma el
Edicto de Milán, año 313, poniendo fin a las persecuciones y
tolerando el Cristianismo. Se convoca entonces el primer Concilio de
Nicea para unificar criterios y preparar el gran cambio: El
Cristianismo será la religión oficial de Roma y cristianos sus
sacerdotes con sus propios templos; el Pontífice Máximo será ahora
el Obispo de Roma.
Pero necesitaban algo a lo que
agarrarse, había muchos textos y cartas por aquí y por allá de mas
que dudosa procedencia.
El emperador Constancio II ordena la
redacción de un texto que pueda servir para el culto en todo el
imperio, tanto en oriente como en occidente.
Cuatro equipos de escritores se ponen
manos a la obra y allá por el año 340 presentan cuatro estupendos
textos. Tan estupendos son que los arzobispos y obispos deciden
quedarse con los cuatro (Los Cuatro Evangelios) y unas Cartas de Los
Apóstoles. Rechazando, eso sí, alguna verídica como la Carta de
Bernabé.
Pero hete aquí que al nuevo emperador
Juliano, no le parece bien la cosa; se nota demasiado el truco
literario: ¡ese predicador que más parece un mago! ¿Cómo es que
expulsaba demonios y caminaba sobre las aguas? Lo hubieran quemado en
una buena hoguera a las primeras de cambio. Pues menudo eran los
romanos con todo lo que oliera a magia. Y tampoco pasaban por el aro
los sucesores de Arrio, los Arrianos, ¿y ahora qué?
Su sucesor Joviano, un ¡legionario
cristiano!, adiós pacifismo nazareno. O eso decía ser él, dio de
paso a lo que se conocería más tarde como El Nuevo Testamento;
redactado en koiné, el griego común en la mayor parte del imperio
de Oriente y en el que predicaba Josuá.
De nuevo tipos como Prisciliano,
gallego tenía que ser, se revelan contra esa imposición de unos
textos claramente romanos, y también se revelaron otros muchos
grupos de cristianos que, por supuesto, serán enseguida declarados
herejes por la iglesia de
Roma. Y perseguidos a muerte, ¿estos eran seguidores de Jesús o de
Nerón?.
Pero, a ver, a ver, este... Josuá,
Jesús, o como pronunciasen ¿no era un israelita? ¿Y todas esas
alusiones a Noé, a Jonás, a Elías, a...? ¿Qué sabemos de los
judíos? Son ya los tiempos del emperador Teodosio I. Y ordena que se
le ponga remedio a este enredo.
Así pues nuevos equipos de escritores
romanos se ponen manos a la obra y recopilan o redactan lo que se
conocerá como Antiguo Testamento. Incluyen en él libros como
el de Moisés y el de Daniel, pero no en cambio el Libro de La
Revelación de Juan que cerraría el tomo dedicado a los judíos, y
lo pasaron para cerrar el libro de los cristianos, aunque no pegase
ni con cola.
Total, ¿Quién se iba a dar cuenta?
Cuadraba mejor con los sucesos ya acaecidos. Ya estaban en el
año 400, según hacemos las cuentas; el imperio de occidente se
desmoronaba sin remedio y el de oriente tragaba con lo que le
echaran.
Juntando rollos y mas rollos, de los
cuales poder sacar copias, tenían la compilación del nuevo credo
romano y daría igual que los bárbaros invadieran todo el
occidente, ¡eran ágrafos!
Ya se irían haciendo cristianos según
pasaran los siglos, y aprendieran a leer y escribir.
En la Biblioteca Vaticana conservan, o
eso decían hace unos años, la primera versión del Libro, Biblos,
en papel y traducida del koiné al latín vulgar, realizada sobre el
año 860. Ya tenían una Biblia de la que ir sacando copias y
más copias, y se le llamó Vulgata. En el año 1280 el rey Alfonso X
el Sabio ordena realizar la traducción del latín vulgar al
castellano corriente y moliente de entonces, y el obispo de Roma
validó la obra alfonsina.
Siglos más tarde sin embargo
ocurrirían herejías al pasar el Libro al inglés temprano
por orden del rey de Inglaterra Enrique VIII y al alemán común por
Martín Lutero.
Y después aún habría mas y mas
enredos a costa de más traducciones y versiones, cada una a su
manera.
Resultado: lo que hoy día creemos como
del Josuá original, el Nazareno, se parece como el huevo a la
castaña con esos Cristos melenudos, e incluso rubios y de ojos
azules, vestido con largos ropajes, que vemos en cuadros y tallas de
madera.
Ya va siendo hora de que sepamos estas
cosas para que no perdamos el Oremus. Lo hago para sumar y
multiplicar, no para restar y dividir; para salir de la noche oscura.
Queda escrito.
¡Ah! Y mucha buena suerte le deseo a
Mel Gibson con el estreno de su nueva película. Buenos actores desde
luego.